Iñaki Egaña
Historiador

Un contrato social con olor a naftalina

La que llaman fractura catalana viene a incidir en la ruptura de un modelo territorial y político que dio cuerpo a España a la muerte del dictador. Llega el fin, repetido en algunos foros, de una etapa a la que, como en otros pasajes de la historia, se oponen las fuerzas internas más retrógradas, las de siempre: banqueros, militares e iglesia, sostenidos por el sistema político y sindical que nació de aquella propuesta.

Tiene su gracia escuchar a catedráticos de derecho, directores de fundaciones o simples forjadores de opinión vestidos de tertulianos argumentar que no se puede romper el contrato, el pacto social de la transición porque el mismo es un valor de convivencia per se. Tiene su gracia cuando aquel contrato vino precedido de una oferta cerrada y única. La transición surgió del sistema franquista que llegó intacto a la nueva situación. No hubo elección. Porque su alternativa era volver al infierno.


A pesar, dicen que aquello se fraguó con un acuerdo. El consenso es una invención generada por el poder para perpetuarse. Es la careta del liberalismo y del centralismo para definirse como demócrata. En nombre del consenso se han hecho las mayores atrocidades de los últimos tiempos. En la cercanía, pactos como el de Defensa de la Democracia, de la LOAPA, de Ajuria Enea… son fruto de esa maldita palabra cuyo significado esconden las vigas del sistema.


También inventaron un escenario que no existía más que en los centros de cartografía militar y en las escuelas franquistas. Lo aderezaron de un término ad hoc, el café para todos, construido no para dar respuesta a las particularidades de los pueblos peninsulares, sino para frenar el impulso nacional de Catalunya, Galicia y el sur vasco. Dividieron los territorios naturales sin debate previo, Navarra foral y española de Aizpun y Del Burgo, y alcanzaron el clímax separando idiomas, «valenciano» y «catalán».
Tiene su gracia también, apelar a un texto, en este caso la Constitución española, de una longevidad más que notoria. Va para 35 años, una eternidad para cuestiones políticas. La dictadura de Franco se prolongó un año más, 36, y con ello no quiero hacer comparaciones, simplemente recordar que el tirano parecía inmortal. Y no lo fue.


A pesar de ser un pueblo, el nuestro, envejecido tres puntos por encima de la media europea, y con un índice de natalidad de los más bajos del mundo, resulta que la mitad de los vascos no conocieron los entresijos de la Constitución. No habían nacido aún. No supieron del Estatuto de Autonomía, del Amejoramiento, ni siquiera asistieron al despliegue de la Ertzaintza. A pesar de que cuando despertaron al mundo, el dinosaurio seguía ahí.


En este tiempo, y exceptuando las dos guerra mundiales, Europa y el mundo han conocido la impensable desaparición del bloque soviético. En treinta años se han independizado 36 nuevos estados y España ha entrado en guerra con dos poderosos aliados, en ocasiones, unilateralmente en otras, aunque con el apoyo de la OTAN. En Irak, Afganistán, Libia, Somalia, Bosnia, Kosovo, Líbano y Chad. Y mantiene en territorio vasco uno de los campos de entrenamiento militar más codiciados de Europa, en las Bardenas. Es un estado bélico y belicoso.


Un estado que se aferra a una Carta Magna y que desconoce la transformación europea y mundial de los últimos 35 años es un estado holgazán. Me podrán decir que, como en otros lugares, la Constitución apenas es una referencia. Pero no es el caso. Cuando el exlehendakari Ibarretxe amagó con una consulta sobre el derecho de decisión, similar al que está en juego en Catalunya, la brecha se abrió para constitucionalistas y los que no lo eran. Recordando aquellos viejos tiempos en los que los vascos que la apoyaron en referéndum no llegaron a la mitad de los consultados.


La incidencia de esta Constitución está, precisamente, en su imposición, en el permanente recuerdo del papel de la Armada española en la contención de su «enemigo interior», que si en 1936 era la revolución y el separatismo, en 2013 ha quedado reducido únicamente al segundo de los aspectos. Y en lo que a la postre va a resultar el quid de la cuestión. Podrán desfilar los tanques en tono amenazador por la Gran Vía bilbaina, como en 1964, o aterrizar los paracaidistas en la Vía Layetana barcelonesa. Lo harán, si hace falta. Pero no por ello desviarán la centralidad del debate.


Y este centro es el sujeto. El español, el catalán o el vasco. La soberanía nacional, dice la Constitución hispana, reside en el «pueblo español». El segundo título es significativo: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles». Ahí habita el atasco.


El Parlamento de Catalunya ha sentado que el pueblo catalán es el sujeto de su soberanía. Catalunya es «sujeto político y jurídico soberano». Inconstitucional a todas luces. Cuando Ibarretxe, la declaración fue parecida. El Pueblo Vasco, con mayúscula, sujeto de decisión. Entonces, el Tribunal Constitucional español respondió con sus instrumentos: «Ese sujeto (el vasco) no es titular de un poder soberano, exclusivo de la Nación constituida en Estado». Y Aznar avanzó para modificar el código penal y encarcelar al entonces lehendakari.


Legal pero no justo. Vamos a respirar, decía Jorge Oteiza, porque el alma vasca respira distinto. Y de eso se trata. Podrán existir miles, millones de razones, apoyando la pluralidad, la democracia, la variedad y la diversidad, pero todas ellas serán papel mojado si a la hora de la verdad, no cuando estemos refiriéndonos a cuestiones metafísicas, la respuesta es uniforme, tal y cual el mensaje que nos trasmiten.
España ha querido que su identidad sea reconocida en valores tradicionales y, sobre todo, históricos. Todo su derecho. Pero el deseo contiene un problema enorme, del que se ha contaminado buena parte de su sociedad. Este valor ha sido permanentemente la negación del otro. Desde las guerras de religión, a los pogromos contra las minorías étnicas. Esos valores han sido forjados, además, en lo más rancio de la cultura europea. Ligados, siempre, a intereses de clase, a razones raciales cuando no divinas. Un fracaso en términos absolutos.


Una apuesta, asimismo, arrastrada permanentemente por la izquierda y la llamada izquierda. A rebufo de quien detentaba el poder. La monarquía absolutista borbónica. El eje político e identitario de España. Por eso, traigo a la memoria aquella reflexión que hizo la izquierda abertzale hace ahora veinte años. La hizo Jon Idigoras al monarca borbónico.


Se habían celebrado elecciones a las Cortes españolas y, como era habitual, el rey recibía en la Zarzuela a los delegados de cada formación política con representación parlamentaria. La fotografía nos ha quedado en la retina. En la puerta del palacio, Jon se colocó la corbata y la chaqueta apresuradamente. Protocolo. No se había puesto una corbata desde su boda, en 1970. Un símbolo de la intrascendencia de las formas.


En el interior, Jon Idigoras trasmitió el mensaje que, veinte años después, sigue vigente. Primero la introducción: «Su Majestad conoce la posición de Herri Batasuna contraria a la institución monárquica en general y, al comportamiento de la monarquía borbónica para con los derechos nacionales vascos en particular; rechazo que se hace más intenso en la medida que Su Majestad ostenta el mando supremo de las Fuerzas Armadas españolas».


Y luego el meollo: «El contencioso político entre Hego Euskal Herria y el Estado español está definido por el hecho de que una mayoría del pueblo vasco percibe como una imposición el marco político surgido de la Constitución española». Y luego la conclusión: «Mientras los ciudadanos y ciudadanas de Hego Euskal Herria, desde la solidaridad y el respeto, no seamos los únicos sujetos de nuestro futuro político, económico, social y cultural, el conflicto se mantendrá y el mencionado déficit democrático seguirá siendo la asignatura pendiente del Estado al que Su Majestad representa».


No hay otro secreto. La cuestión no es la de las veleidades separatistas, las mayorías o minorías peninsulares o los centros de decisión. La cuestión tiene que ver con los sujetos. Sujetos identificados en una comunidad, catalana, vasca o española. Por ello hay un problema: la Constitución española. Vieja dama, sin honor, restrictiva. Vieja y agotada como su propuesta. Aunque conociendo a España quizás habría que buscarle un sinónimo masculino. ¿Viejo decrépito, quizás?

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