Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Un holocausto sin memorial

«Antes de irme definitivamente». Así comienza el autor su carta abierta al presidente español, Mariano Rajoy, en la que aporta sus reflexiones sobre esta convulsa época y critica con dureza el «exterminio ciudadano» que conllevan sus políticas. Apuesta por una instauración democrática para que la ciudadanía, «ahora condenada a oír la misa que usted oficia a espaldas de la Moncloa», se haga cargo de sí misma.

Antes de irme definitivamente, he decidido, Sr. Rajoy, enviarle esta carta como español que afortunadamente pronto dejará de serlo. Supongo que usted la arrojará de sí, como suele con todo lo que le estorba; pero no puedo partir sin dejar en el umbral de su casa algunas reflexiones que al menos sirvan para contraponer a su labor de exterminio ciudadano una serie de verdades, como creo.

Sr. Rajoy, hay muchas formas de holocausto. De esta palabra se apoderó el sionismo para cimentar el muro milenario de sus intereses, que hoy vuelven a decidir el mundo sobre los huesos de cientos de miles de honrados judíos vilmente exterminados. Pero hay muchos otros holocaustos que no quedan señalados con signo que en su día sirva para recordar la tortura de los acabados en los campos de concentración en que dirigentes como usted van reuniendo a millones de trabajadores a fin de sostener con su sufrimiento el gran edificio fascista. Como pretendió otro alemán inolvidable, se trata de alcanzar la Europa de los mil años. Usted es el gruppenführer encargado de aportar a la ingente empresa el combustible humano español. Supongo que, elevado sobre el poder y el dinero de su entorno, usted no pensará en todo ello cuando oye su misa en compañía de esas señoras con mantilla que van al Rocío para pedir a la Virgen –INEM de urgencia– que encuentre empleo para esos parados a los que ustedes han privado previamente del trabajo.

Le digo todo esto porque a mi edad ya no tiene uno derecho al miedo que imparten ustedes en el Parlamento con el mazo inicuo de sus leyes o administran sus policías y jueces –ahora ya en camino de ser totalmente suyos gracias al Sr. Gallardón, ese inventor de normas para convertir en justo según la letra todo lo que es verdaderamente injusto según el espíritu, pues es ley injusta toda la que no proporciona igualdad y bien–.

Holocausto: «Sacrificio especial entre los israelitas, en que se quemaba toda la víctima». ¿Y que hacen ustedes sino quemar toda la víctima, un día tras otro, para alimentar el horno de un poder que carece ya de límites morales? Nadie, Sr. Rajoy, gruppenführer del ejército enviado a España –¿no es así, Sr. Guindos?–, puede sostener que el sistema social y económico que todos los días duerme a tantos ciudadanos entre los cartones del abandono constituya algo irremediable y necesario. Hay otros sistemas, Sr. Rajoy, pero esos sistemas exigen que la riqueza que nace del común sea retornada a los pueblos para servir de semilla a la siguiente cosecha, mejorada y crecida. Usted sabe eso, porque aunque sus estudios solo le hayan servido para ponerle a la vida el diario corsé de las escrituras que tantos beneficios dejan en las oficinas registrales –ahora multiplicados gracias al Sr. Gallardón, que ha enriquecido aún más ese negocio–, esos estudios contenían algunas referencias universitarias a la rica variedad de los posibles idearios políticos y sociales. Esos idearios que, siempre hay que recordarlo, también fueron ahogados en sangre, desde la primacial que derramaron modernamente los mártires de Chicago a la que formó el gran río de las constantes represiones.

Sr. Rajoy, es criminal, solo moralmente criminal porque no está escrito en el Código, sacrificar a unas generaciones de ciudadanos a la ambición siempre sedienta de los poderosos, que incluso han perdido aquella mínima elegancia con que nos conducían en tiempo de los abuelos desde el duro surco al limitado establo. Es doblemente criminal –hay que gritárselo así al Sr. Wert– contaminar la educación y jibarizar las cabezas de la juventud para volverlas incapaces de respuesta ante la vesania de la trituradora imperialista y económica de los opresores y de los ricos. Es criminal, dramáticamente criminal, que los derechos sociales sean destrozados, hasta en su mínima expresión, mediante la redacción urgente de un balance pretendidamente salvador que hacen ahora los financieros que antes falsificaron el inmoral y verdadero balance. La sangre del pueblo, Sr. Rajoy, no debe mover, con dolor inmenso, ese molino que está acabando con tantas cosas.

Sr. Rajoy, cuando la historia haya calmado la tormenta, que será cuando ustedes y las gentes como ustedes hayan sido expulsados del poder, se hará patente todo el horror que ha suscitado la gobernación de esta época. ¡Qué frialdad en el acabamiento físico y moral de tanta gente! ¡Qué innecesario acabamiento, además, por no doblegar el encarnizamiento criminal de los que han robado las verdaderas posibilidades del mundo! Esa frialdad es defendida y aún ensalzada, para mayor agravio, con el aderezo supuestamente heroico –el «hay que hacer lo que hay que hacer»– de la destrucción de todas las reglas humanas de la convivencia, como si para vivir hubiera que inventar más muerte. Acerca de esa forma de proceder la ciudadanía deberá pedirles gran cuenta llegado el momento. Cuentas, por ejemplo, sobre su sumisión a políticas venenosas para el común de los ciudadanos que, instrumentadas en el exterior, fueron aplicadas en pueblos como el español, siempre deslumbrados por la fanfarria fascista que convierten los estados en campos de trabajo forzado. Usted ha sabido siempre –y permítame que le dedique esta generosa suposición del saber– que la pretendida recuperación de España, con el modelo actual de sociedad, resulta impensable en un mundo donde tres grandes potencias pueden producir todo lo que consumiría ese mundo en una época de verdadero capitalismo burgués, esto es, discretamente normal y con un comercio que buscase la expansión social, lo que tampoco está en los propósitos de esas minorías actuales, cada vez más reducidas y desinteresadas en el bien común.

Lo que resulta también criminal, moralmente criminal, es que gobiernos como el suyo oculten esa incapacidad de creación por su parte y reduzcan la causa del desastre a un puro desequilibrio de las cuentas públicas producido por errores en las sumas. Un desequilibrio en todo caso achacable, al parecer, al afán de gasto de los ciudadanos seducidos por los bancos. Además, ¿quién desequilibró esas cuentas con políticas de crecimiento disparatadas? Usted puede preguntárselo al Sr. Aznar, por ejemplo, que con los pies sobre la mesa encendió un puro en irrisoria postura de poderoso ante los amos.

Sr. Rajoy, la humanidad, que es eso que queda fuera de su programa, tan bien cuidado por beligerantes contra las masas como el Sr. Montoro o señoras de la sección femenina, como la Sra. Cospedal; repito, la humanidad necesita ante todo una instauración democrática para que la ciudadanía, ahora condenada a oír la misa política que usted oficia de espaldas en la Moncloa, se haga cargo de sí misma y decida el destino de la riqueza que produce, que evidentemente no será para los banqueros en corso, gente que debería estar ya en los tribunales.

He cavilado infinidad de veces que en el fondo de su postura hay ese rencor contra la calle que todo español encaramado a la repisa del poder profesa a los españoles del común, a los que tiene por fuerza auxiliar para empujarles su artillería. Se trata, claro es, de una reflexión que surge de una larga contemplación de la historia de España, hecha con retazos de arrogancia y jirones de miedo a la resurrección de la carne pobre. Pero esto ya es otro tema, que corresponde a la medicina. Aunque no acabo de saber con alguna certeza si el remedio a la situación es propio de la política o de la cirugía. Que conste que no hago elogio del terrorismo, sino ensalzamiento del quirófano.

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