Verdad y testimonio
Si la Transición española tiene aspecto de herida mal cicatrizada no es por sus consensos sino por el motivo de sus consensos. Los autores de aquel costurón forjaron un gran acuerdo cimentado sobre la amnesia.
Allá por 1986, Gabriel García Márquez narró la historia de Miguel Littín, el director de cine chileno que había regresado a escondidas a su país después de doce años de exilio. Hacía tiempo que Littín fantaseaba con la idea de filmar un documental clandestino sobre la dictadura de Pinochet. Una noche de 1984, durante el festival de cine de Donostia, expuso aquella fantasía a algunos amigos y el productor italiano Luciano Balducci se la tomó tan en serio que le dio instrucciones secretas para que la llevara a buen puerto. Littín terminó retornado a su patria con una identidad falsa para rodar durante seis semanas de sudor y taquicardias una película que se llamó "Acta general de Chile".
El mismo año que Littín se internaba en los dominios de la Junta Militar chilena, el director de cine francés Claude Lanzmann estrenaba "Shoah", un largo documental sobre el Holocausto que se ha ganado el estatus de clásico. Si Littín se encontró con impedimentos legales, los obstáculos que tuvo que afrontar Lanzmann fueron de otra índole. Y es que los supervivientes de las matanzas nazis, víctimas o victimarios, no siempre eran capaces de guardar la compostura y la memoria les jugaba malas pasadas. No importa. Por absurdo que parezca, en los silencios y en los tartamudeos hay un matiz genuino que enriquece el testimonio. Por eso cuando vemos "Shoah" nos queda un regusto de autenticidad, de ausencia de artificio.
Hay testimonios de la "Shoah" que valen su peso en oro. En el desván de una casa de Amsterdam que ahora es un museo, la niña Ana Frank dejó escritas sus impresiones de judía clandestina antes de perecer de tifus en el lager de Bergen-Belsen. En 1933, en los albores del Tercer Reich, el catedrático de filología Víctor Kemplerer empezó a tomar unas notas secretas mientras crecía la sombra del partido nazi. Que su esposa Eva Schlemmer no fuera judía lo salvó de la deportación pero no de otras represalias. Aquellos diarios iban a ser editados muchos años después de su muerte bajo una frase que él mismo escribió en 1942: «Quiero dar testimonio hasta el final». De entre los supervivientes de los campos de exterminio, uno de los testigos más reconocidos fue el neurólogo Viktor Frankl, que escribió "El hombre en busca de sentido" después de saber que había perdido a su padre, a su madre y a su esposa en los mataderos nacionalsocialistas.
Los enemigos de la memoria se parecen mucho al criminal que borra sus huellas en la escena del delito. Escribo estas palabras a pocos kilómetros de la ciudad polaca de Oświęcim. Quien no esté familiarizado con el topónimo quizá sí reconozca el nombre que le dieron los alemanes: Auschwitz. Se cumplen ahora 77 años desde que el Ejército Rojo liberó el campo de exterminio. Cuando los soldados soviéticos llegaron al museo de todos los horrores, descubrieron 7.000 supervivientes en condiciones deplorables y un rastro de destrucción arquitectónica, porque los nazis habían dinamitado las cámaras de gas y los hornos crematorios de Birkenau antes de darse a la fuga. Muchos años más tarde, el almirante Hernán Rivera Calderón mandó quemar en Chile 15.000 ejemplares del libro que Gabriel García Márquez había escrito sobre Miguel Littín. En un desvergonzado giro irónico, Pinochet acusaba al escritor colombiano de «propagar doctrinas totalitarias».
La democracia llegó tarde y renqueante a Chile pero de alguna manera llegó. Al margen de los procesos judiciales, la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación elaboró el "Informe Rettig" allá por 1991 y analizó cerca de 4.000 violaciones de los derechos humanos. Lo más doloroso de este documento no son las conclusiones sino esos momentos esporádicos en que las víctimas toman la palabra y regalan a la posteridad sus recuerdos más sangrantes. Unos años antes, Argentina había organizado la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. El escritor Ernesto Sabato hizo entrega del informe final a Raúl Alfonsín en 1984. En Brasil, la Comissão Nacional da Verdade llegó en 2011 de la mano de Dilma Rousseff. Las Fuerzas Armadas protestaron porque temían que el Gobierno aboliera la Ley de Amnistía de 1979 y pusiera fin a la impunidad que garantizaba.
Leo que Martín Villa ha renunciado a la Medalla de Oro de Barcelona. Se la había entregado el alcalde franquista Joaquín Viola días después de la matanza de Gasteiz. En 2017, el pleno del Ayuntamiento había acordado retirarle los honores pero la justicia falló a favor de que el exministro los mantuviera. También esta semana, EH Bildu ha reclamado que Martín Villa comparezca en el Congreso español para que se evalúe su responsabilidad en los crímenes de la Transición. PSOE, PP y Vox han dicho que nanay. Hace apenas unos días, Urkullu defendía un informe que define a las fuerzas policiales españolas como «la punta de lanza de la lucha por preservar el régimen de derechos fundamentales». El canto laudatorio del lehendakari a la Policía y la Guardia Civil resulta como mínimo problemático si lo oponemos a otro informe del propio Gobierno Vasco en el que se registran más de 4.000 testimonios de tortura. Lo más preocupante, sin embargo, es que Urkullu extiende sus palabras a los agentes que operaban durante la dictadura.
Si la Transición española tiene aspecto de herida mal cicatrizada no es por sus consensos sino por el motivo de sus consensos. Los autores de aquel costurón forjaron un gran acuerdo cimentado sobre la amnesia. Y la amnesia es la levadura de la impunidad. Los nazis demolieron los hornos crematorios. Pinochet incineró los libros de García Márquez. Y los hijos del 78 se han abonado a un revisionismo histórico donde la violencia institucional parece haber sido una esporádica excepción y no una práctica reglada. Nunca nos invitarán a una comisión de la verdad porque la verdad, en los tiempos que corren, ha resultado ser el más incómodo de todos los invitados.