«We are all keynesian now?»
¿Es positivo para la izquierda asumir la agenda keynesiana? Esta, hoy en día, es inviable, dado que no se dan las condiciones que la legitimaron en los treinta gloriosos de posguerra.
En 1965 Milton Friedman, padre de la teoría monetarista y defensor acérrimo del libre mercado, afirmaba en portada de la revista “Time” «We are all keynesian now». Con este titular dejaba claro que incluso quienes abogan, como él, por minimizar el rol de lo público, entienden que las políticas activas pueden tener un papel positivo en ciertas coyunturas para estabilizar la economía, tal y como afirmaba Keynes. No habría por tanto una agenda keynesiana contrapuesta a la neoliberal, sino más bien un complemento entre ambas en función del contexto económico.
Frente a esta complementariedad manifiesta, hoy parece imponerse entre prácticamente todos los partidos del arco parlamentario europeo el imaginario de que asistimos a un auténtico giro neokeynesiano como respuesta a la covid-19, antagónico al neoliberal. Si las políticas de austeridad fueron la cruel medicina que sufrimos tras el estallido financiero de 2008, hoy la respuesta continental iría en la dirección contraria, impulsando un «nuevo contrato social» en base al programa de fondos europeos Next Generation. Este pivota sobre la promesa de crecimiento sostenible al amparo de la inversión pública, adoptando además un relato verde, digital y con perspectiva de género. Inversiones frente a recortes, en una lógica progresista en la que ganan tanto las élites como la clase trabajadora.
Es cierto este giro político? ¿Es la inversión pública por sí sola garante del sello keynesiano y de un momento de oportunidad para las mayorías populares? La respuesta es negativa. Empezando por la segunda, no hay una correlación directa entre inversión institucional y bienestar social, ni tampoco respecto a la propuesta keynesiana. Como afirma Joaquim Hirsch, el Estado no es una entidad de dominación política separada de la economía y por eso, precisamente, interviene en la economía. El dogma, de este modo, no sería el neoliberalismo, sino el capitalismo. Si para sostener este hay que emplear fondos públicos, se hace sin rubor alguno. Especialmente en contextos como el actual, marcados por una profunda crisis económica que la pandemia ha acelerado, por un colapso ecológico en ciernes, así como por la disputa geopolítica por capturar los principales mercados de la nueva economía verde y digital, donde EEUU y China llevan una notable ventaja.
Por lo tanto, para valorar el sentido del programa europeo de inversión, deberíamos analizar a dónde va dirigido este y qué otras medidas complementarias acompañan este esfuerzo público. Lamentablemente, el supuesto giro se queda en nada cuando contemplamos que el plan europeo carece de mirada estratégica y se limita a tratar de apoyar a las grandes corporaciones que operan en el viejo continente para capturar desesperadamente nuevos nichos de unos mercados globales en crisis, en base a apuestas arriesgadas que seremos todos y todas quienes las paguemos. Si a esto le sumamos las contrarreformas laboral, fiscal y de pensiones condicionadas a los fondos, así como la ingente cantidad de deuda que estos generan, el escenario actual nos recuerda más a una austeridad diferida y engordada que a un giro político real, que bien pudiera situar en 2023 su explosión, cuando se recupere la vigencia del pacto de estabilidad y crecimiento.
Un escenario nada parecido siquiera a la propuesta integral de Keynes –recordemos, defensor a ultranza del capitalismo–, que junto a la inversión pública abogaba por otras medidas como el aumento de los salarios o la imposición de la riqueza y las herencias. El plan europeo únicamente se vincula al pírrico pacto sobre el impuesto de sociedades alcanzado en la OCDE, y podría ser considerado, en definitiva, con menor pedigrí keynesiano que los programas contemporáneos aplicados en China y EEUU. En este último caso, el «American Jobs Plan» o el «Made in America Tax Plan» al menos están dirigidos al rescate y empleo de trabajadoras, y abren el melón del estratégico debate fiscal.
No hay un giro, por tanto, sino continuidad. No se genera un marco de oportunidad para la clase trabajadora, sino que se engorda el ya enorme y antidemocrático poder corporativo. Asistimos a una nueva mutación del capitalismo de consultoras y multinacionales, en el que se escenifica el rescate de las grandes empresas por parte del sector público. Si en 2008 se salvó al sector bancario, hoy en día son fondos y corporaciones quienes se apropian de los recursos para sus propias estrategias, extremadamente arriesgadas dado el contexto global antes señalado. En Europa ni nos acercamos al keynesianismo. Donde sí lo hace con mayor intensidad –muy leve– adopta como en EEUU una lógica de «keynesianismo imperialista» en palabras de Ashley Smith, intentando reencauzar las cadenas globales de valor en torno a la economía de EEUU en guerra abierta contra China.
En todo caso, ¿es positivo para la izquierda asumir la agenda keynesiana? Esta, hoy en día, es inviable, dado que no se dan las condiciones que la legitimaron en los treinta gloriosos de posguerra. Así, ni hay abundante base energética que sustituya al petróleo, ni existen expectativas de incrementos generalizados de productividad, ni partimos de un volumen bajo de deuda, ni el crítico contexto ecológico actual permite la vigencia del crecimiento. Además, se vislumbra un horizonte de estanflación –inflación y recesión– en el que el incremento de la demanda efectiva keynesiana quedaría sin efecto alguno.
En conclusión, inversión pública sí, pero para socializar la gestión de sectores estratégicos para el mantenimiento de la vida, dentro de un cambio real de la matriz económica. Volviendo al inicio, Friedman matizó su frase señalando que siendo todos keynesianos, al mismo tiempo nadie lo es, ya que no cambia nada. Abandonemos pues este «ejercicio vintage», y pongámonos ya a prefigurar e impulsar nuevos marcos anticapitalistas desde la articulación y autodeterminación de la clase trabajadora.