José Ignacio Camiruaga Mieza

¿Y no será un cierto victimismo eclesial una excusa?

Con atención he leído las noticias sobre la denuncia por parte de los obispos de España de la presunta indefensión de los creyentes tras la derogación del delito de ofensas a los sentimientos religiosos. La lectura de la noticia ha suscitado en mí una reflexión. Por supuesto, no pretendo responder a los obispos, sino compartir mi reflexión desde otra orilla al hilo de esta mencionada denuncia.

Desde muchos lugares de España y de Europa occidental –es decir, en países donde durante décadas, si no siglos, los cristianos han vivido libres y respetados, ciudadanos con plenos derechos y total libertad– se escuchan voces que se quejan del ostracismo, del desprecio e incluso de la persecución hacia los cristianos por cada pérdida mínima de privilegios adquiridos, cada falta de recepción de solicitudes confesionales, cada rechazo de categorías de pensamiento y juicio derivados de la revelación bíblica y la tradición cristiana.

Las legítimas afirmaciones de laicidad por parte del Estado y los torpes episodios de odio o venganza hacia la Iglesia cristiana se mezclan indebidamente y se interpretan como peligrosos resurgimientos de hostilidad contra la fe cristiana, amenazantes augurios de discriminación y preludios de sufrimiento físico y moral para los cristianos.

Pero no podemos olvidar que ahora estamos en una sociedad plural en cuanto a religión, cultura, ética y que lo esencial es que el Estado garantice a todos las libertades constitucionales y favorezca su expresión en un espacio no solo privado sino público, en que puedan desarrollar un diálogo y un debate con todos los componentes religiosos y no religiosos de la sociedad para el bien de la ‘polis’ en su conjunto.

Como cristianos deberíamos más bien preguntarnos si las acusaciones de enemistad dirigidas por los no cristianos no son una pantalla conveniente para descubrirnos como minoría, para la incertidumbre y la falta de conciencia de nuestra fe, para las dudas y temores sobre nuestra capacidad efectiva para transmitir la fe cristiana a las generaciones futuras.

Tal vez, y es solamente una hipótesis de reflexión, para no admitir este enfriamiento en nuestra vida cotidiana de las exigencias del Evangelio, para no asumir nuestra responsabilidad por el debilitamiento del cristianismo en las tierras que lo acogieron por primera vez, preferimos acusar a los laicos, o tal vez al Islam, o a…, de quitarnos espacios vitales y poner en peligro nuestras tradiciones.

Si los cristianos de Occidente conocen hoy una persecución, es de aquella de la que ya hablaba Hilario de Poitiers en el siglo IV: «Debemos luchar contra un perseguidor aún más insidioso, un enemigo que adula; no nos azota la espalda, sino que acaricia nuestro vientre; no confisca nuestros bienes, dándonos así la vida, sino que nos enriquece para darnos la muerte; no nos empuja hacia la libertad encarcelándonos, sino hacia la esclavitud invitándonos y honrándonos en palacio; no golpea nuestro cuerpo, sino que se apodera de nuestro corazón; no nos corta la cabeza con la espada, sino que mata nuestras almas con dinero y poder» (Liber contra Constantium 5). ¡Esta es la persecución de la que la Iglesia cristiana deber ser consciente!

Me parece también que una actitud de victimismo indefinido no solo está fuera de lugar, sino que, y más grave aún, suena como una ofensa al cuerpo de la Iglesia en su unidad y catolicidad, en su extensión en el tiempo y el espacio, en su encarnación en la historia en lugares específicos y en situaciones diferentes. ¿Con qué valentía podemos hablar hoy de persecución en nuestros países cuando sabemos lo que padecieron nuestros padres y madres en tiempos menos recientes y lo que sufren nuestros hermanos y hermanas en la fe en otras regiones del planeta?

Sí, «martirio», testimonio hasta el punto de la sangre, es una palabra demasiado noble, es una vocación demasiado elevada, es un don demasiado precioso para que podamos abusar de ella para colorear nuestra insatisfacción ante una hegemonía fracasada, y ya finiquitada, una simple pérdida de poder o de influencia en la sociedad. Debemos tener respeto por aquellos que, aún hoy, pagan con su vida el seguimiento del Señor, la encarnación del espíritu de las bienaventuranzas, el hambre y la sed de justicia, la búsqueda de la paz, la cercanía a los pobres, los enfermos, los presos, los extranjeros.

En lugar de comparar las pequeñas y raras adversidades que nuestro testimonio cristiano puede experimentar con la «gran tribulación» que aún experimentan muchos de nuestros hermanos y hermanas, deberíamos aprender de ellos la paciencia en las pruebas, la transparencia de la mirada, la pureza del corazón, la compasión por los demás, y especialmente por los más débiles, el perdón a los perseguidores, el amor a los enemigos. En ello nos jugamos la excelencia cristiana.

Y es que hace ya tiempo que tengo una sospecha. Tengo la impresión de que, al menos a nivel cultural, político, social, en el mundo católico circula un cierto victimismo. Es una sospecha. A menudo se trata de una denuncia continua contra los malvados secularistas o laicistas que marginan a los creyentes.

Realmente, ¿es Europa el verdadero enemigo de la Iglesia? Tantas veces me pregunto si no existe una confusión entre el "laicismo" como ideología supuestamente dominante en Europa y el principio de laicidad de las instituciones europeas.

Dicho esto, la tensión entre el Parlamento Europeo y la Iglesia católica es un hecho que debe seguirse con atención. Hay muchos y diversos supuestos también en la Iglesia de España. Por poner un ejemplo. El supuesto de que las cuestiones de fondo que están sobre la mesa –por ejemplo la cuestión de la pretendida ofensa a los sentimientos religiosos– son simplemente el pretexto para atacar al cristianismo y a la Iglesia. Es decir, no son el objeto y la razón de diferencias legítimas –obviamente cuestionables– en las visiones culturales y éticas que realizan el principio mismo del pluralismo ético, el fundamento de la laicidad. En realidad, ¿se trata solo de charlatanerías que encubren el relativismo nihilista, que ahora encuentra su verdadero enemigo en la Iglesia?

Pero la verdadera cuestión es por qué esta misma cuestión está bloqueando efectivamente cualquier posibilidad de un diálogo auténtico entre los laicos y los partidarios de las tesis de la Iglesia, eliminando todos los demás problemas. ¿Por qué se ha convertido en un discriminador insuperable? Me pregunto si los hombres de Iglesia en lugar de presentarse como víctimas del presunto laicismo europeo, no deberían preguntarse sobre los efectos de su estrategia de comunicación. Al dar a la Iglesia el perfil ahora dominante de «única institución que defiende los sentimientos religiosos», corren el riesgo de fomentar un empobrecimiento paradójico del mensaje religioso y teológico en el discurso público. La centralidad casi exclusiva otorgada a los sentimientos religiosos hasta puede esconder una singular afasia teológica –es decir, la incapacidad de comunicarse con igual énfasis– sobre una infinidad de otros temas. ¿Cuál es la conexión teológica entre la fijación en los «sentimientos religiosos» y los fundamentos cristianos del Reino de Dios?

Más allá de los anatemas… hay vida y vida abundante y plena. Porque, sin embargo, es necesario hacer una aclaración a nivel europeo y también español. No hay que confundir Iglesia y religión con la católica (o más bien con algunas directivas de nuestra Conferencia Episcopal Española). En Europa, sin embargo, hay otras iglesias cristianas que tienen posiciones más articuladas sobre cuestiones de sentimientos religiosos. Sobre todo, no sueñan con atacar a las instituciones europeas ni considerarlas una cueva de anticristianismo porque no comparten sus posiciones.

A este respecto es bueno recordar cuál es la situación de las Iglesias en Europa, más allá de los anatemas de algunos de nuestros clérigos. La Unión Europea reconoce plenamente a las Iglesias (¡en plural!) como organizaciones de intereses espirituales y morales de millones de ciudadanos. Les asigna una posición objetivamente relevante a nivel europeo, no inferior a la que disfrutan en sus respectivos países miembros. En particular, el artículo 52 establece que la Unión «respeta y no perjudica el estatuto previsto en la legislación nacional para las Iglesias y asociaciones o comunidades religiosas de los Estados miembros». Añade que quiere mantener «un diálogo constante» con ellos, «reconociendo su identidad y su aportación específica». Naturalmente, el mismo artículo se cuida de añadir que la Unión Europea «respeta por igual el estatuto de las organizaciones filosóficas y aconfesionales».

Por lo tanto, las iglesias son reconocidas como una parte institucional importante de la sociedad europea, incluso si las regulaciones legales y las sensibilidades religiosas varían de un país a otro. La Iglesia católica, probada en sus relaciones diplomáticas, no oculta su ambición de desempeñar un papel de liderazgo informal, casi extrainstitucional, a nivel europeo. Pero es más difícil de lo que parece, no por un prejuicio laicista, sino porque Europa es una institución laica o «secular» donde las Iglesias no pueden reclamar un trato preferencial.

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