¡Muera la inteligencia!
Atribuyen al general José Millán-Astray –fundador de la Legión y veterano de las guerras coloniales en Filipinas y el Rif–, la frase que da lugar al título de este artículo. Sucedió en una debate en la Universidad de Salamanca, en la que el militar tuvo un duro enfrentamiento dialéctico con Miguel Unamuno. Dicen algunos psicólogos actuales que Millán-Astray tenía un complejo elevado, ya que sus allegados aseguraban que su padre, funcionario de prisiones, era más inteligente que él. Y eso, para un militar de carrera, fogueado en decenas de escenarios bélicos que le convirtieron en un tullido –manco, cojo y ciego de un ojo que tapaba al estilo pirata– era un insulto. Los funcionarios de prisiones eran la escala más baja en la pirámide socio-represiva. Y Millán-Astray era nada menos que un general.
Ante la verborrea intelectual de Unamuno, Millán-Astray concluyó la discusión con un grito convertido en clásico: «¡Muera la inteligencia!». Y ordenó el arresto domiciliario del filósofo y escritor vasco. Meses más tarde, Unamuno falleció en su vivienda de Salamanca. La versión oficial fue la de muerte natural. Investigaciones posteriores, sin embargo, han desmentido esa interpretación, señalando que se trató de un asesinato planificado, que antes de su muerte quemaron frente a él dos de sus libros emblemáticos (El sentimiento trágico de la vida y La agonía del cristianismo) y luego acabaron con su vida. Hace bien poco, el forense Paco Etxeberria afirmó que su fallecimiento se incluiría, hoy en día, en el apartado de «muertes sospechosas de criminalidad» y que la autopsia desvelaría cómo murió. De Unamuno certificaron su muerte, pero su cadáver no fue autopsiado.
El hecho de que la incultura o la ignorancia estuvieran asociadas a la estructura militar, no solo en el Estado español, sino también en otras partes del planeta, llevó a diversas editoriales latinoamericanas a publicar un libro que, con diversas acepciones locales, llevaba un título sugerente: “La inteligencia militar”. Un analfabeto funcional como Ronald Reagan se había convertido en presidente de la mayor potencia del mundo (1981-1989), rodeado de recios militares de su Estado Mayor, despreciando en sus análisis a universidades y científicos, tal como en la actualidad repiten Donald Trump o Javier Milei, asesorados por terraplanistas, creacionistas o antivacunas a los que aún no ha mordido un perro afectado por el virus de la rabia (rhabdoviridae lyssavirus), mortal al 100% y derrotado desde hace más de cien años cuando Louis Pasteur descubrió la vacuna correspondiente.
En 1992, la editorial Txalaparta recuperó la idea latinoamericana, en tiempos en los que los medios elevaban a una categoría casi divina a la esencia de España, por eso de los 500 años de la llegada del genovés Cristóbal Colón a América, financiado entonces por los llamados Reyes Católicos. Las paradas militares se sucedieron y, con ellas, la adulación de los dos protagonistas de la Transición: el antiguo falangista Adolfo Suárez y el borbón Juan Carlos. Quien había sido presidente de la metamorfosis del franquismo a la democracia monárquica se jactaba en público de no haber leído un libro en su vida. Al borbón le escribían sus discursos y, en ocasiones, en función de sus aventuras libidinosas, encontraba dificultades para la lectura.
La edición de Txalaparta fue un éxito en ventas. Como no tenía derechos de autor, la editorial Gakoa lo publicó también, más tarde. El libro llevó el título de “La hinteligencia militar”, con h, lo que daba una pista sobre su contenido. Hubo otra edición en euskara, con el enunciado “Militarren Jaquinduria”, una supuesta transcripción del castellano al vascuence, que yo mismo habría redactado. Para redondear la ironía, escribí una breve introducción como traductor, firmándola al estilo del personaje popular entonces en los tebeos, «Anacleto, agente secreto». Es decir, al igual que lo hacían entonces algunos agentes del CESID, ocultando el primer apellido y trasladando el segundo al lugar predominante. También con faltas de ortografía. Semanas después, el extinto “Egin” y en sus páginas de libros, me publicó una página entera comentando “La Hinteligencia militar”.
La comedia del libro era muy sencilla. Sus 70 páginas estaban en blanco. Una alegoría de la sabiduría que destilaban los precedentes y posteriores a Millán-Astray. La parábola tuvo asimismo sus incomprensiones. Varias bibliotecas devolvieron el libro por «error en la imprenta», algunas librerías rechazaron el envío porque consideraron que la impresión se había quedado sin tinta, esperando los ejemplares rellenos. La mayoría, en cambio, entendió la chirigota. Aún hoy, en 2025, son varios los establecimientos que venden libros viejos y que tienen el título en su catálogo.
Estas reflexiones me llegaron mientras escuchaba recientemente al mexicano Paco Ignacio Taibo II, escritor impenitente y director del Fondo de Cultura Económica, probablemente, con más de mil empleados y cerca de 200 librerías, la mayor editorial en papel del mundo mundial. Taibo nos deleitó con su verbo en conferencias públicas, tanto en Iruñea como en Donostia. Y en su segunda disertación describió a la generación de políticos de alto rango que gobiernan en la actualidad el planeta: analfabetos funcionales. Asturiano de procedencia, conoce al detalle la crónica reciente del Estado. Pero no citó ni a Millán-Astray, ni a Adolfo Suárez, sino a toda esa caterva de dirigentes que como M punto Rajoy, Santiago Abascal, José María Aznar, Netanyahu, Trump o Milei se acunan en la ignorancia para dirigir nuestros destinos. Son los nuevos caciques de la palabra hueca, negacionistas de todas los males que aquejan a la humanidad, que para ellos solo tienen una frase, la de la autocomplacencia, sinónima de terror, mentiras y analfabetismo elitista. Sus biografías las escribiremos en blanco, porque aún nos resta por describir las de miles de millones de hombres y mujeres, en centenares de idiomas, en páginas bien tintadas.