Carabelas
Nunca preguntó nada. De niña se dejaba tomar de la mano hasta la playa y allí se apostaba como el resto. Algo, pensaba, crucial ocurrirá allá en el horizonte, Nekane, para que nadie lo pierda de vista, para que, religiosamente y todos los días, este arenal se llene de gente con los ojos fijos en el mar.
Solo los niños le daban de cuando en cuando la espalda para jugar con la arena; el resto, desde las terrazas, desde las toallas, incorporados en sus tumbonas, no perdían detalle; contemplaban expectantes las aguas, seguros de que ese martes, de que aquel jueves, de que ese mismo miércoles ocurriría, por fin, lo que esperaban.
Curiosamente ese acontecimiento sólo tendría lugar –arbitrariedades del destino– un día soleado pues los días nublados y aún más los lluviosos bajaba curiosamente el número de asistentes.
Con la pubertad siguió acudiendo con sus amigas a las que –tal vez, pensaba, era algo demasiado evidente y se burlarían de ella– tampoco planteó nada. Continuó, pues, frente al océano sin cuestionarse el motivo.
Más tarde fue con su novio de toda la vida. ¿A qué coño, cielo, estamos esperando? –le preguntó una mañana de agosto con la vista fija en el Cantábrico. Él se puso inesperadamente lívido, como sorprendido en una falta grave y, sin desviar la vista de las olas, le propuso matrimonio.
Sus hijos nunca han preguntado nada; se dejan llevar de la mano hasta la playa. En fin.