María Chiara Bianchini (Miembro de Ongi Etorri Errefuxiatuak)

El virus de la consciencia

En estos días de recogimiento obligado, mucha gente aprovecha el tiempo para reflexionar sobre lo que estamos viviendo. En la marea de discursos e imágenes que circulan sobre el coronavirus hay por lo menos dos tendencias.

Hay discursos que tienen un tono «catastrofista», y se centran principalmente en los números del contagio, las consecuencias económicas o los gráficos de la epidemia. Otros adoptan un tono «constructivista», es decir, plantean criterios o preguntas para tratar de entender. En este segundo tono quiero escribir aquí, proponiendo la idea que estamos ante una crisis que puede convertirse en un momento de despertar de la consciencia.

Lo que está ocurriendo alrededor del coronavirus evidencia varias cuestiones que en nuestra vida diaria normal –la que teníamos hasta hace pocos días– tendíamos a obviar, hacíamos como que no existieran o no nos incumbieran, pues lo necesitábamos para seguir funcionando y respondiendo a nuestras obligaciones sociales.

Ahora tenemos que quedarnos en casa, observando a nuestra sociedad ante esta situación. Estamos en un estado de shock, ya no de incredulidad: las barreras mentales que en una situación normal nos hacen interpretar la realidad según esquemas rígidos y recurrentes, se agrietan ante una situación desconocida, que no habíamos previsto, ni siquiera imaginado. En este sentido, si lo sabemos aprovechar, éste puede ser un virus de consciencia.

En las circunstancias actuales, por ejemplo, vemos de manera concreta que nuestra existencia individual –que normalmente es el único prisma desde el que interpretamos el mundo– se desarrolla dentro de un océano, que es la sociedad en que vivimos, que nos condiciona y que a su vez condicionamos.

De repente hemos tomado consciencia que nuestros comportamientos y modo de vida afectan a éste «todo» y que tenemos una responsabilidad frente a ello, aunque sea solo la de lavarnos las manos o quedarnos en casa. Normalmente tendemos a olvidar nuestro rol ante lo colectivo o lo común, no porque no tengamos informaciones sobre lo que nos rodea, sino porque vivimos en una cultura individualista que nos ha enseñado a actuar como si nuestras decisiones solo tuvieran que ver con nosotras mismas o con nuestro entorno inmediato, aunque en el fondo sepamos que no es así.

En este momento, como si de un cambio gestáltico se tratara, percibimos que lo que hacemos o dejamos de hacer tiene consecuencias y es relevante ante algo que nos trasciende. Y eso no tanto porque tenemos que obedecer a las medidas preventivas que imponen las autoridades, sino por algo más sutil y más noble, que podemos llamar «sentido cívico» o «responsabilidad social».

Este cambio de perspectivas, generado en la situación de emergencia, tiene en realidad mucho potencial. El coronavirus nos concierne a todas, y lo estamos asumiendo. Pero igualmente nos concierne, por ejemplo, el cambio climático o la garantía de los derechos humanos. Nos conciernen porque nos afectan directamente, como personas y como sociedad, al igual que esta epidemia, y porque tenemos una responsabilidad y un rol en ello. La mayor parte del tiempo nos olvidamos de esta responsabilidad, pero lo sensato sería asumirla tan radicalmente como lo estamos haciendo con esta epidemia. Ojalá que la chispa de consciencia social que se ha encendido en estos días pueda mantenerse y prosperar, pues si nos puede salvar del coronavirus, a lo mejor también nos podrá servir para cambiar el rumbo que llevan tantas otras catástrofes.

Vinculado con este cambio de perspectiva, la situación actual nos permite también hacer una autocrítica de lo restringido que es el punto de vista desde el que normalmente vemos el mundo. Acostumbramos vivir en una suerte de esquizofrenia: podemos planificar nuestras vacaciones a algún país exótico o nuestras compras, a la vez que sabemos que los hielos de la Antártida se están derritiendo, que nuestros mares se están llenando de plástico y que hay gente hundiéndose en ellos mientras tratan de llegar a «nuestra» Europa.

Sabemos además que existe una conexión entre nuestra forma de vida y estos problemas globales. Lo sabemos con la cabeza, pero en el fondo no lo asumimos, para poder seguir en nuestra «normalidad». Tendemos a normalizar estas situaciones como algo que no afecta nuestra vida, nos es ajeno, solo le afecta a «otros».

En varios sentidos, la emergencia del virus nos hace tomar conciencia de que esos «otros» podríamos ser nosotras, y de hecho, lo somos.

Nuestra seguridad primermundista se tambalea al sentirnos ante una epidemia descontrolada, para la que nuestra ciencia y medicina no tienen remedios. Siempre hemos sabido de la existencia de epidemias que provocan números tremendos de víctimas y situaciones de emergencia crónica a gran escala. Pero eso era en otros lugares, en países pobres, subdesarrollados, que sólo hemos conocido a lo mejor como metas turísticas.

Ante el coronavirus de repente nos vemos en su lugar, en el lugar de las que padecen las consecuencias de la globalización, en vez que disfrutar sus beneficios. Tomamos conciencia que nuestros sistemas sanitarios, tras los años de privatizaciones y recortes que han precedido esta crisis, podrían no dar abasto. Vislumbramos hospitales donde los pacientes de neumonía se ahogan en los pasillos mientras no hay dispositivos de cuidado intensivo ni implementos de seguridad para el personal. Descubrimos que nuestros países no producen respiradores, sino que los compran a multinacionales que en cualquier momento pueden dejar de vendérnoslos. Los médicos deberán seleccionar a los pacientes por edad –es decir, dejar morir a los mayores- y circulan rumores espantosos de cadáveres contagiados que nadie entierra. Escenas que nos parecen medievales o africanas, y que vienen a ponernos en el lugar de esas «otras» que de normal sentimos tan distantes. Ahora nos sentimos en su misma fragilidad.

El coronavirus nos permite tomar conciencia también de las «otredades» que nos rodean más de cerca, con las que convivimos todos los días sin extrañarnos. De repente, como una ironía de la historia, países asiáticos y latinoamericanos nos impiden entrar en sus territorios, cuando estamos acostumbrados a ser nosotros los que construimos vallas y militarizamos fronteras, mientras circulamos libremente por todos los rincones del mundo.

De repente, si somos ciudadanas europeas residentes en otros países de la Unión, descubrimos lo que significa no poder entrar en nuestro propio país. Descubrimos el sentimiento de angustia ante la posibilidad de que nos pase algo malo, a nosotras o a nuestros familiares, y que no podamos reunirnos.

Compartimos en un instante lo que viven continuamente miles de personas refugiadas y migrantes en nuestras ciudades: personas que en muchos casos no pueden volver a sus países durante años, porque allí su vida está en riesgo o porque no tienen pasaporte. Una situación que la mayoría de nosotras, nunca antes había experimentado.

La epidemia nos da la posibilidad de ponernos en el lugar del «otro» en muchos ámbitos, también porque es una plaga que nos afecta a todas: ricas y pobres, europeos y chinos, autóctonas e inmigrantes. Nos afecta a todas, pero de manera ciertamente distintas, y sobre esto también conviene reflexionar.

Frente al imperativo general de quedarse en casa, por ejemplo, podemos preguntarnos qué estará pasando con las personas que viven en la calle, cuando se está estableciendo un control policial estricto para mantener el espacio público vacío. ¿Dónde estarán las personas «sin techo»? ¿Cómo estarán viviendo todo esto?

O a un nivel incluso más cercano, podemos imaginar lo diferente que es «quedarse en casa», con los colegios cerrados y sin poder salir al parque, si se vive en el campo, con espacio y naturaleza, o si se vive en un piso de cuarenta metros cuadrados, por el que además se paga un tremendo alquiler, que es lo que hacemos normalmente en nuestras ciudades.

Mientras nos lavamos las manos, con jabón y agua caliente, podemos pensar en lo que están viviendo quienes no tienen agua ni saneamiento, como los trabajadores migrantes de los campos de fresas de Huelva, que tampoco está tan lejos de aquí y donde también rige el «estado de alarma».

Asimismo, podemos preguntarnos qué significa la amenaza del coronavirus para comunidades que no tienen comida suficiente, ni agua, ni asistencia sanitaria, como pasa en los campos de refugiados. No son especulaciones ociosas, sabemos perfectamente que hay miles de personas atrapadas en la frontera greco-turca, aunque los medios, compulsivos de coronavirus en estos días, hayan dejado de hablar de ello. El coronavirus nos acomuna a la población de esos campos, porque llega aquí y también allí, y porque tanto aquí como allí estamos encerradas, nosotras en nuestras casas, y ellas en una frontera. En nuestra frontera. Podemos hacer el ejercicio de ponernos en su lugar, en el lugar de personas que, para mantener nuestro modo de vida, condenamos y expulsamos cada día, pensando absurdamente que eso no nos afecta.

Ahora que estamos en casa tranquilas, podemos aprovechar para reflexionar sobre todas estas cosas, y sentir lo que normalmente no nos permitimos sentir: el miedo, la empatía, la indignación… Aprovechemos este momento para abrir los ojos de nuestra conciencia, analizar a nuestra época y a nosotras mismas, y plantearnos los cambios que necesitamos! Y ojalá mientras dure el coronavirus nos vayamos preparando para cambiar el mundo, pues si no lo hacemos nosotras, alguien más lo hará, y podría no gustarnos nada.

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