Korrika 19 terminó ayer en Bilbo tras una edición que probablemente haya sido la mayor de la historia, con una multitud estusiasmada de participantes y compactada en un valores compartidos, en una idea positiva de país y en un compromiso por un futuro mejor para el euskara. Como movilización popular, Korrika es por méritos propios el evento más multitudinario y de más renombre del país. Y, sin duda, es algo más que un objeto de consumo cultural. Se trata de una explosión frenética de vitalidad, de una locura que fascina, con un ambiente que contagia y que, en buena medida, se apropia de las conversaciones de la gente y del ambiente general. Correr con o tras el testigo de Korrika es hacerlo con los sentimientos a flor de piel, es participar en una cita de enorme sabor popular, masiva y entrañable. Es un tesoro colectivo que merece ser celebrado y valorado por todo lo que mueve y, sobre todo, por los valores que promueve.

Korrika es ilusión, fluidez y emoción, muchísima gente, muy diferente y plural. Tiene sitio para todas, todos pueden sentirse cómodos y, seguramente por eso, cada vez son más quienes participan en Korrika. Es cooperar, juntarse y unirse, y en estos tiempos de incertidumbre e inquietud, eso es algo que la gente agradece, con efectos casi medicinales. Nada de ello sería posible sin el concurso de miles de voluntarios, sin el buen hacer y la autogestión como apuesta de AEK. Tampoco sin la conexión con el profundo sentir de un pueblo volcado con su lengua.

En el país del euskara, en el que para vergüenza de sus mandatarios todavía los ciudadanos tienen que pagar dinero para aprenderlo, claro que su lengua es una cuestión pública, colectiva y de construcción nacional que trasciende lo meramente personal y particular. Sí, el euskara debe y merece ocupar la plaza pública. Y para ello, debe proyectarse cercano, con significación positiva, con un atractivo al alcance de la mano. En esa tarea, Korrika ofrece grandes enseñanzas y tiene un valor inigualable: la promoción de todos esos valores.