La desobediencia civil en el punto de mira del Estado

Tras un par de semanas criminalizando a los Comités de Defensa de la República (CDR) siguiendo el manual del plan ZEN, ayer la Guardia Civil tomó la iniciativa deteniendo a una coordinadora de los CDR y tratando de detener a otro. Ambos están acusados de «rebelión y terrorismo» por unos cortes de varias carreteras durante Semana Santa. Unas acusaciones gravísimas que carecen de todo fundamento.

Aunque algunos medios trataron de comparar la operación con las desarrolladas contra los denominados «grupos Y» en Euskal Herria, lo cierto es que la intervención de ayer se asemeja más al intento de criminalizar la desobediencia civil que tomó forma en el sumario 18/98. Aquella tentativa terminó con una sentencia del Tribunal Supremo que reconocía la desobediencia civil como método legítimo de discrepancia que no podía ser cuestionado en un Estado democrático. Incluso en un sumario tan bestial y negro como aquel se establecieron algunos límites que el Estado se empeña en vulnerar. El Gobierno español ignora esto porque necesita con urgencia presentar al independentismo catalán como un movimiento violento, equiparándolo a acciones armadas terribles –aunque así banalicen estas– para justificar las gravísimas acusaciones que ha lanzado contra los líderes independentistas. El Estado necesita, además, sembrar el miedo para detener las masivas acciones de protestas protagonizadas por la ciudadanía catalana que muestran el carácter pacífico y el verdadero sustrato político y democrático del independentismo en su lucha por construir la República.

El recorte de derechos y libertades con el objeto de ahogar a la disidencia, ya sea por una pelea de bar como en Altsasu, por un chiste en Twitter, por una canción o por un corte de carretera, muestra el desprecio del Estado por la democracia y la degradación de sus instituciones. Concierne a todos los demócratas, sean catalanes, vascos o españoles, hacer frente a este renovado autoritarismo. 

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