¿Quién no querría vivir en una república de libres e iguales?

Los autoritarios y los privilegiados no querrían vivir en una república así. Los negacionistas, tampoco. No desean una democracia plena los que se benefician del régimen político y socioeconómico español, quienes viven de garantizar esos privilegios y quienes en Euskal Herria niegan las evidencias políticas más básicas: que existe un conflicto político que tiene como base la negación de la nación vasca y del derecho de su ciudadanía a decidir su futuro y sus relaciones con el resto del mundo. Que ese conflicto proviene del supremacismo español y francés, y de la falta de una cultura democrática que le busque una solución.

Por ejemplo, los unionistas niegan que el sistema constitucional español otorga al unionismo el derecho a mandar siendo minoría. ¿Cómo sería posible, si no, que siga reinando un Borbón, si en Euskal Herria solo una minoría ridícula apoya a la monarquía? Aun así, tampoco admiten que existen dos niveles de ciudadanía. Por un lado está la suya, la de quienes tienen su proyecto blindado constitucionalmente. Por otro lado, está una ciudadanía de segunda, la de los y las independentistas, que tienen vetado por ley su proyecto político, aunque sea pacífico y democrático.

Admitir este privilegio, la prevalencia incondicional de la voluntad política de los poderes españoles sobre la voluntad democrática de vascos, catalanes y galegos, digan lo que digan las urnas, supondría aceptar la pésima calidad democrática del Estado español.

Lo paradójico es que, además, sus mandatarios y representantes quieren aparecer como campeones de la democracia y del estado de derecho. A la vez que amañan los puestos del Tribunal Constitucional para dar entrada a jueces corruptos y retrógrados que se dedicarán a recortar derechos, a limitar libertades y a perseguir a colectivos y personas por lo que piensan y sienten.

Mezquindad frente a ejemplaridad

Puestos a negar, el establishment español es capaz de negar hasta la represión que ha sido santo y seña de su política durante décadas. En Euskal Herria los poderes del Estado no han tenido ni una ética de guerra ni una política de paz. Han matado y han escondido la mano. No han sido virtuosos ni en la lucha ni en el diálogo. Quieren impunidad para los suyos, rigor extremo para el enemigo, ejercer el víctimismo y aparentar superioridad moral. Hacen trampas, constantemente, y todo no puede ser. España es infantil, es cruel e irresponsable.

El 20N es el aniversario de la muerte de Francisco Franco, y en Euskal Herria nadie olvida ni la guerra, ni los cuarenta años de dictadura ni cómo sus cargos, medios de comunicación y defensores mutaron de franquistas a demócratas de la noche a la mañana.

Asimismo, para miles de vascos y vascas el día de ayer es sobre todo la fecha en la que mataron a Santi Brouard y años más tarde a Josu Muguruza. Los atentados contra esos líderes de la izquierda abertzale reflejan como pocos las miserias del Estado español, de sus gobiernos y de las FSE. Son crímenes de Estado impunes. Qué contraste con esa bajeza política que los familiares de Muguruza y Brouard reivindicaran ayer que se recuerde a las otras víctimas del Estado que no tienen el reconocimiento que tienen estos dos dirigentes abertzales. Los principios, la honestidad y la ejemplaridad deben guiar siempre a quienes aspiran a ser revolucionarios. En este momento histórico, es necesario intentar serlo.

Renovar la ambición emancipadora

Dentro de esa tradición política, la marcha de ayer en Bilbo es una demostración de fuerza por parte de EH Bildu. No es un ejercicio de nostalgia destinado a recordar viejos tiempos, sino una muestra del buen momento político que vive, tanto en el plano institucional como en el movilizador. Está renovando su agenda, sus liderazgos y su oferta política. Está rompiendo algunas de las barreras que le habían impuesto sus adversarios, abriendo espacios, afianzando alianzas y cosechando logros mensurables.

El independentismo vasco sigue mostrando que todo debe ser posible si es positivo para las mayorías sociales, si se logra el respaldo suficiente, si se vinculan las tradiciones políticas con la proyección a futuro del país que se quiere construir. Esa república de personas libres e iguales es una utopía que tiene pleno sentido, que merece la pena, que es políticamente inapelable desde la izquierda y la democracia. Hay que acertar a articularla y hacerla realidad, pero está cada vez más cerca.

Bilatu