Unas fiestas que reflejan cómo somos y debieran ayudar a lo que queremos ser

La edición de Aste Nagusia que arrancó ayer en la explanada del Teatro Arriaga, en Bilbo, nos anuncia la recta final de las fiestas del periodo estival. Son las últimas de las capitales vascas, por lo que existe una perspectiva más que suficiente para valorar cómo han trascurrido en nuestros pueblos y barrios estos actos colectivos que marcan la forma de ser de un país y sus gentes. Porque también la manera de cómo disfrutamos de las fiestas nos define como pueblo y como personas.

Este año han adquirido una trascendencia excepcional después de pasar los momentos más duros de la pandemia. En sí mismo, el mero hecho de que se hayan podido celebrar tras dos años de cancelaciones debiera ser suficiente motivo para alegrarse. Ante la situación de incertidumbre reinante por la resaca del covid-19, la escalada bélica agudizada por la guerra de Ucrania y las cada vez más nefastas consecuencias para el futuro que depara el sistema de producción y consumo capitalista, evidentes con la aceleración del cambio climático, los ciudadanos y ciudadanas de este país han sentido la necesidad de salir y disfrutar.

En muchos lugares estos días de celebración han dejado un buen sabor de boca en la población, y las valoraciones de las comisiones de fiestas han ido también en ese sentido. Esta consideración general no puede interpretarse, en ningún caso, como una oda a la inhibición respecto a los problemas de carácter estructural que aquejan a nuestra sociedad. Las fiestas son también hijas de su tiempo, de los grandes acontecimientos, problemas y retos del momento. Lo sabían, por ejemplo, los mandos que, al grito de «¡no os importe matar!», jalearon a los policías que reventaron los sanfermines de 1978 y lo sabían, por poner otro ejemplo antagónico, todos aquellos y aquellas que ese mismo año lograron en Bilbo reconvertir la casposa Semana Grande que venía del periodo franquista en unas fiestas populares, participativas y abiertas.

Quizá en un ejercicio de analogía, cabría interpretar en términos similares que el feminismo haya irrumpido con vocación transformadora y revolucionaria, y que la reacción del machismo y del heteropatriarcado busque perpetuar su dominación mediante el abuso, la violencia y el terror sexual, que en estas fiestas ha tomado la forma de los pinchazos, además de otro tipo de acosos y agresiones. Está suponiendo un inaceptable nubarrón que se cierne sobre nuestras fiestas populares y que hace que prácticamente la mitad de la población vea amenazado su derecho a disfrutar de las mismas con entera libertad, por el mero hecho de ser mujer.

Por eso resultan preocupantes algunas posiciones institucionales, como en el caso de Algorta, desde donde se ha denunciado el intento del consejero Josu Erkoreka y de la Ertzaintza por criminalizar al movimiento feminista, lo que de facto no hace sino desenfocar lo realmente trascendente: el esfuerzo que se debe hacer desde todas las instancias por quitar aire al machismo y hacer que gane terreno la libertad plena para las mujeres. El de Erkoreka no es el único caso de irresponsabilidad ante un tema crucial. Ya en mayo, el alcalde de Iruñea, Enrique Maya, pretendió descafeinar el protocolo en vigor para los sanfermines.

Las fiestas y el modo de celebrarlas debieran parecerse cada vez más al país y a la sociedad a la que aspiramos desde visiones progresistas y liberadoras, debiera incluso servir de avanzadilla para esas aspiraciones. Además de caminar hacia unas fiestas en que todas las personas se sientan seguras y puedan ejercer sus derechos sin temor al machismo ni a la homofobia, también se deben favorecer valores colectivos que fortalezcan nuestra identidad, nuestra cultura y nuestra lengua. Imaginemos un país libre compuesto de personas libres. Un buen lugar para disfrutar de sus fiestas.

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