Guarden sus espadas flamígeras los ortodoxos. Ya sé que el dogma de la bicefalia sigue virgen e inmaculado hasta que Iñigo Urkullu sea algún día, si lo es, investido lehendakari. Pero esta no es una cuestión de formas, sino mucho más de fondo. Tanto en el periodo del Gobierno vasco del 36 como a partir de 1980, el PNV había tenido la capacidad de encontrar en sus filas la figura de un líder institucional y la de un líder del partido. Esto se logró en ocasiones dando más brillo a una de las dos cabezas, o diferenciando no solo sus roles propios, sino incluso sus discursos.
Pero el mensaje que ayer oficializó el PNV es el de su creencia interna de que no tiene más líder para afrontar los grandes retos que Iñigo Urkullu. Hace cinco meses que fue reelegido como presidente del EBB y ahora lo colocan de candidato para un puesto que es incompatible con esa función. El PNV se representa así como un partido de escaso banquillo.
Urkullu tiene en su haber la pacificación de una estructura interna que el mandato de Josu Jon Imaz -al que no fue ajeno- había dejado fracturada. A partir de un pacto inicial, forjado desde el peso que Bizkaia tiene en el PNV, ha ido haciéndose cada vez con más poder. Pero en el debe de su gestión se le apunta que durante su mandato el PNV perdió Ajuria Enea, la Diputación de Gipuzkoa, la de Araba y multitud de alcaldías.
Con todo ello, Urkullu es ahora lo más parecido a Jaungoikoa en el PNV.